Nuestra Historia
"Por amor de nuestro Señor, les pido que pongan siempre los ojos en la casta de dónde venimos, de aquellos santos profetas" (Santa Teresa de Jesús, libro de las Fundaciones 29, 33)
La Orden del Carmen tiene sus inicios en Tierra Santa, entre los siglos XI y XII, cuando, al finalizar la primera Cruzada, muchos caballeros cruzados deciden quedarse como ermitaños, en los diferentes lugares de Palestina, para vivir en soledad y penitencia, consagrándose a Dios. Se establecen muchos eremitorios, y uno de ellos, que comenzó a destacar sobre los demás, fue el del Monte Carmelo, ubicado junto a la fuente de Elías, donde según nos cuenta el Antiguo Testamento, tenía su morada este Santo profeta, y por esa razón, estos ermitaños lo tomaron como modelo y «fundador» de su vida eremítica.
Con el paso de los años, estos monjes ermitaños pidieron al patriarca de Jerusalén, San Alberto, que les redactase una norma de vida, lo que se transformó en la Regla de los «Hermanos de Santa María del Monte Carmelo».
Ante el nuevo avance de los musulmanes, los carmelitas comenzaron a abandonar los eremitorios, y emigraron a Europa, a sus países de origen. Por diversas causas, la regla de San Alberto sufrió varias mitigaciones, por la adaptación de la vida eremítica a la mendicante.
Aquí adaptaron su modo de vida, pasando de ermitaños a ser una orden mendicante, tal como los franciscanos, dominicos y agustinos, e instalándose cerca de las universidades de la época, se dio un florecimiento de la Orden por toda Europa, fundándose también monasterios femeninos, entre ellos en España, el monasterio de la Encarnación de Ávila, fundado en 1479.
En este monasterio, el año 1536 ingresa como postulante Doña Teresa de Ahumada, Santa Teresa de Jesús. Allí vivió durante 27 años, llevando una vida religiosa normal; durante 19 años con muchas dificultades, dividida entre Dios y las comodidades del mundo, hasta que el Señor le concedió la gracia de una conversión total a Él. Ella la narra así:
«Pues ya andaba mi alma cansada y ‑aunque quería‑ no la dejaban descansar las ruines costumbres que tenía. Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allí a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe El con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle.» (Vida 9, 1)
Después de este suceso, Teresa se dio del todo a la oración y a la relación de amistad con Jesucristo, en su Humanidad; en torno a ella se reunieron algunas monjas de La Encarnación, y otras jóvenes seglares que se educaban dentro del monasterio, y acordaron de que, si Dios lo quería, con Doña Teresa fundarían un monasterio a la manera de descalzas, es decir, viviendo la regla primitiva de San Alberto, sin mitigaciones, motivadas por vivir de la mejor manera los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. Santa Teresa recibió además en una visión el deseo del Señor de que llevase a cabo este proyecto fundacional, donde Él mismo le dijo que «lo procurase con todas mis fuerzas, haciéndome grandes promesas de que no se dejaría de hacer el monasterio, y que se serviría mucho en él, y que se llamase San José, y que a la una puerta nos guardaría él y nuestra Señora la otra, y que Cristo andaría con nosotras, y que sería una estrella que diese de sí gran resplandor».
Así es como, después de muchos trabajos y no pocas dificultades, el 24 de agosto de 1562 se fundó el monasterio de San José de Ávila, primer monasterio carmelita reformado, donde se quería vivir «en obsequio de Jesucristo», guardando fielmente la Regla primitiva de San Alberto, y especialmente, una vida de oración, contemplación y una intensa vida fraterna, donde, según Santa Teresa, en sus inicio no serían más de 13 hermanas, «El pequeño colegio de Cristo, como el Señor con sus 12 apóstoles».
La originalidad de Santa Teresa radica también en el objetivo o la meta de esta vida donde se guarda rigurosamente la clausura, el silencio y el amor fraterno: un sentido apostólico que es el fin de toda la vida de oración:
«A los cuatro años, me parece era algo más, acertó a venirme a ver un fraile franciscano, llamado fray Alonso Maldonado, harto siervo de Dios y con los mismos deseos del bien de las almas que yo, y podíalos poner por obra, que le tuve yo harta envidia. Este venía de las Indias poco había. Comenzóme a contar de los muchos millones de almas que allí se perdían por falta de doctrina, e hízonos un sermón y plática animándonos a la penitencia, y fuese. Yo quedé tan lastimada de la perdición de tantas almas, que no cabía en mí. Fuime a una ermita con hartas lágrimas; clamaba a Nuestro Señor, suplicándole diese medio cómo yo pudiese algo para ganar algún alma para su servicio» (Fundaciones 1, 7)
Las fundaciones se extendieron por España en vida de Santa Teresa y luego por todo el mundo, llegando hasta América latina, primeramente a través de los frailes carmelitas descalzos; luego fueron surgiendo los monasterios de carmelitas descalzas.
A Chile, el Carmelo descalzo llegó proveniente del monasterio de Chuquisaca, hoy Sucre, en la actual Bolivia, cuando 4 hermanas se ofrecieron a responder el llamado que hacían desde Chile solicitando la fundación de un monasterio de carmelitas descalzas. La solicitud se realizó por causa de los graves sacrilegios perpetrados por el pirata Bartolomé Sharp en La Serena, en 1680. Un carmelita portugués, Fray Juan de la Concepción, con sus predicaciones demostró que la mejor forma de reparar tal asalto y sacrilegio era con la oración y vida de penitencia de las Carmelitas Descalzas.
Estas 4 hermanas atravesaron la cordillera, a 4.400 metros de altura, sufriendo todo tipo de dificultades, hasta llegar primero a Illapel y luego continuar su viaje hasta Santiago, donde fundaron el Monasterio del Carmen de San José, el 6 de enero de 1690, hoy ubicado en la Av. Pedro de Valdivia.
De este monasterio han surgido a través de los siglos casi todos los otros Carmelos en Chile, contando hoy con 13 monasterios, extendidos a lo largo de todo territorio. Viven su vida de oración, hermandad y entrega por la Iglesia aproximadamente 180 monjas, con una particular devoción a la Virgen del Carmen, patrona de la orden y de nuestra patria, a la que veneran como madre y protectora.
Parte esencial de nuestro carisma es la oración y la oblación por la salvación de las almas, y por la santificación de los sacerdotes, a quienes Santa Teresa llamaba «los capitanes y defensores» de la Iglesia, pero tan humanos como todos, y por lo tanto, necesitados de oración y de la gracia de Dios para realizar su misión y vocación en la Iglesia, entre sus hermanos. Toda nuestra vida que, a ojos del mundo, puede ser vista como un encerramiento y a veces sin mucha «utilidad» misionera, está enfocada a este fin, atraer a los hombres y mujeres de nuestro mundo hacia Dios, al trato de amistad con Jesucristo y finalmente a la salvación. No por nada el Papa Pío XI nombró a Santa teresa del Niño Jesús, carmelita francesa (1873 – 1897), junto con San Francisco Javier, patrona universal de las misiones, una carmelita muy joven que nunca salió de su convento ni de su país.
La carmelita ora, reza, trabaja, descansa, ríe, come, duerme. aspira a ser mujer, madre, hermana; a ser una con Jesucristo, a quien ha pronunciado su sí, gozoso y decidido, con determinada determinación, como Santa Teresa, por el amor que ha recibido de Dios y por el que ella, unida a él, desea tener por toda la humanidad, y así testimoniar lo que los hombre y mujeres de nuestro tiempo buscan sin cesar: la alegría, y que ésta se encuentra, como lo descubrió nuestra Santa Teresa de Los Andes, en Dios: «Dios es alegría infinita».